viernes, 24 de febrero de 2012

Sebastian Brant habla de la ingratitud



"Un necio es quien mucho anhela y no se comporta honorablemente, y causa muchas preocupaciones y fatigas a aquel al que poco quiere agradecer. Quien quiera obtener beneficio de una cosa, piense convenientemente en su espíritu que ha de contar con los costos, si es que desea vencer con honor. Muy raramente queda en su estado un caballo cansado al que se le sigue montando; un caballo dócil se torna testarudo cuando se le retiene la comida. Quien osa exigir muchas cosas al otro, sin recompensarlo, es, ciertamente, un necio. Quien no puede dar por bueno lo que se le hace por una recompensa adecuada, no debe quejarse cuando se le rechace un trabajo; hay que darle un palmetazo. Todo el que quiera disfrutar de algo, mire también de recompensarlo. La ingratitud recibe mal premio, deja la fuente sin agua. La cisterna vieja no da agua si no se vierte agua en ella. El quicio de la puerta muy pronto chirría, si no se le unta de aceite. No es digno de grandes obsequios quien no se acuerda de los pequeños; con justicia le son negadas todas las dádivas a quien no da las gracias por las pequeñas; se llama, en verdad, Sinrazón y Grosería. Todos los sabios han odiado siempre al que han conocido como ingrato."


(Sebastian Brant. La nave de los necios. Edición de Akal, 1998)





Este capítulo de La nave de los necios se titula De la ingratitud. No es precisamente un tema baladí, pues aun siendo la ingratitud tan antigua como el mundo no parece tener cura. Existe la ingratitud con los que nos dieron la vida, con quienes nos cuidaron, con aquellos que, mejor o peor, nos enseñaron mínimos para no ser unos ignorantes mientras crecimos, con cuantos tuvimos camaradería y en un momento dado nos apartamos sin explicaciones, con quienes amamos y luego desamamos, con aquellos conocimientos que más tarde desdeñamos, con la historia de nuestro país, sobre la cual sabemos tan poco y queremos saber menos para nuestra desgracia. Existe la ingratitud como forma de dejadez, como abandono, como ignorancia y como alejamiento. Todo ello converge en una actitud que nos conduce a una retrocesión y que es más bien una pérdida. Cuántas veces la ingratitud nos sitúa ante el vacío y la soledad. No reconocer lo positivo de quienes nos concedieron dones se convierte incluso en infamia. Puesto que hoy todo se mide por pragmatismos, también hay que decir que volver a recomenzar, tras haber echado por la borda tantas aportaciones, no solo implica un esfuerzo soberano sino una aberración y un riesgo. Solo señalo el defecto, no me siento validado para recomendar actitudes superadoras. A veces los hombres tienen que reaprenderlo todo.






(El primer grabado corresponde a Alberto Durero. El segundo grabado es obra del llamado Gnad-her-Meister, Tercer Maestro, de la edición de Juan Bergmann von Olpe, de 1494. El retrato de Sebastian Brant es obra también de Alberto Durero)


miércoles, 15 de febrero de 2012

Otro adagia de Wallace Stevens



“La religión depende de la fe. Pero la estética es independiente de la fe. Las posiciones relativas de ambas podrían intercambiarse. Es posible establecer la estética en la mente individual como algo inconmensurablemente más grande que la religión. Su estado actual es resultado de la dificultad de establecerla en otro sitio que la mente individual.”


(De Adagia, de Wallace Stevens, Ediciones Penísula/Edicions 62, colección Poética)




Me preocuparía que la estética estuviera sujeta a la fe. No sé si alguna vez lo estuvo. Otra cosa es que los partidarios de la fe proporcionaran un guión al artista y ajustaran sus contratos oportunos. Y sin embargo, la estética ganó siempre la partida a la fe religiosa, si bien concediendo a ésta su manera expresiva genética, digamos, y particular. Pero si lo que quiere decir Wallace Stevens es que la supremacía estética debería ser considerada por encima de la creencia religiosa y regir la mente de los hombres pienso que va en la dirección correcta. La obra estética ha desbancado siempre a los principios dogmáticos cuando se ha contemplado. Los adeptos a la religión han advertido la obra percibiendo su belleza y su propio programa por encima del guión que se desarrolla paralelamente y que protagoniza escenas hagiográficas o de apostolado. Aunque las Iglesias alardeen de que el arte es catequesis hay que reconocer que el arte se impuso no solo a la tarea difusora de la organización sino a las mismas ideas clericales. La estética ha mostrado en todo tiempo, de modo arrasador, su particular cielo. Siempre me he preguntado si de hecho no ha sido el lenguaje estético el que ha estado actualizando de manera permanente las premisas doctrinales y las narraciones impulsadas por la religión (tema aparte sería la posesión de poder y la imposición que las Iglesias han desarrollado impunemente sobre las conciencas de los hombres) Se ha constituido acaso en el verdadero garante de la transmisión y persistencia de todo el montaje de ficción religiosa, papel que no ha jugado tanto la divulgación de la doctrina en sí. Y sobre todo ha favorecido el acceso y la acogida de ésta. Justo donde la fe no llega jamás, llega la estética. Eso explica que a los que no observan religión ni doctrina alguna les pueda seducir la obra de arte concentrada en las iglesias o sobre tema religioso o recogida en los museos. Porque donde la religión fracasa en su pretendida llamada ética, ya que lo que defiende no es sino ideología para controlar la sociedad y en esa tarea se traiciona a sí misma, la estética se manifiesta con vocación vinculante y luminosa. La estética y la moral van de la mano. Hace siglos que la estética navegó por océanos donde la fe naufragaba, abriendo nuevas perspectivas. Paralelamente, la ciencia, que tiene mucho de estética, también lo hacía. Si la política y la sociedad fueran algún día capaz de escucharlas, la dimensión del género humano cambiaría sustancialmente en el orden de su conducta. Mientras el proceso avanza, la mente individual resulta un lugar libre y acogedor para seguir garantizando la pervivencia honesta e imaginativa del concepto estético.  


martes, 7 de febrero de 2012

Aún aprendo, que decía Goya

(Aún aprendo, dibujo de Goya de sus últimos años)


“Hay algo extraño en los logros de la edad avanzada en algunos hombres de genio. Cuando llegan a una edad en la cual otros se atrincheran de un contacto con el mundo que llama seductoramente y viven en conformidad con el gradual debilitamiento de los órganos de los sentidos y de la memoria, algunos genios irrumpen violentamente con creaciones que en ocasiones sobrepasan todo lo que entonces han creado, como si la vecindad de la muerte les liberase de una inhibición y entonces pudiesen decir y expresar algo que han llevado en ellos durante toda su vida…estas obras de liberación final son por ejemplo los últimos cuartetos de Beethoven, las últimas pinturas de Tiziano, los últimos autorretratos de Rembrandt, la segunda parte del Fausto de Goethe y los Años de peregrinación de Wilhem Meister y probablemente también el último libro de Freud sobre Moisés. Estas liberaciones finales son estupendas por el horizonte y la amplitud de sus síntesis.”


(Kurt R. Eissler, de la introducción a su estudio sobre los dibujos de El Diluvio, de Leonardo da Vinci)




(Imagen de Peter Birkhauser)


Tal vez sea una interpretación excesivamente psicoanalítica, y hoy se valoraría el fenómeno a la luz de otras ciencias. Pero la meditación no creo que deba quedar únicamente para el papel de los grandes genios en su edad avanzada. Sino que podría ser aplicable a todos aquellos individuos que, sin haber alcanzado el estrellato, han estado ejercitando sin vacilar un trabajo creativo continuo. Y eso lleva a reflexionar sobre el don de la actividad de creación. Una actividad que está siempre en pugna, que no se limita a la monotonía, que necesita el acicate de ir siempre un poco más allá. Es decir que la misma insatisfacción, vinculada a la conciencia de que ejercitar proporciona resultados en la búsqueda, forma un equilibrio suficientemente razonable que rescata energía constantemente, en lugar de rendirse al cansancio que suele conllevar el desánimo. Por supuesto, la actividad, más o menos desarrollada, viene de atrás en la vida de un individuo.

Traemos un bagaje desde nuestros aprendizajes primarios. La acción creativa es siempre indagadora y prospectar sin rendición supone el acicate que va a generar un esfuerzo soportable. Lo que se indaga exige una forma de expresión. El que estudia necesita llegar a conclusiones y exponerlas. El escritor precisa evolucionar y hacer avanzar el juego de sus palabras. El que pinta se exige explorar nuevos dominios de formas, de colores, de simbolismos.

Que grandes artistas  -Goya o Picasso o Casals son otros paradigmas de la edad provecta no vencida y sí enormemente generadora-  nos hayan aportado obras de talla en sus últimos años no deja de ser sino un modelo que al común de los mortales nos debe tentar. No sé si es la proximidad del fin lo que agita el interior de un artista. Tal vez sea el alto nivel de exigencia y la obsesión de pensar en su fuero interno que pueden llegar a más. Esto es noble, y solo cada cual sabe el reto que se plantea y mide la capacidad para ejecutarlo. Final de cuento moral: jamás deberíamos resignarnos por las buenas no solo a dejar de vivir, sino sobre todo a no cesar de expresar la única vida que poseemos. Y ésta suele ser compleja, desafiante, rica y, en tantos casos, propia de demiurgos.