viernes, 20 de julio de 2012

Hombre versus azar, habla Czeslaw Milosz




 
“Hay que ser ciego para no ver lo trágico de la situación en que se halló la especie humana cuando concibió el deseo de hacerse dueña de su propio destino y eliminar el azar. Se postró entonces ante la Historia; y la historia es un ídolo cruel. Las órdenes que salen de sus labios son obra de astutos sacerdotes ocultos en su vientre vacío. Los ojos del ídolo están construidos de modo tal que siguen al hombre por todas partes. Nadie está jamás a cubierto de su mirada. Los amantes, en el lecho, cumplen su ritual amoroso bajo su mirada irónica. El niño juega en la arena sin saber que su vida futura ha sido sopesada e incluida en el cómputo general. Únicamente los ancianos, a quienes solo restan unos pocos días para morir, tienen cierto derecho a pretenderse más o menos libres de su poder.”

(De El pensamiento cautivo, de Czeslaw Milosz. Ediciones Tusquets, Marginales. 1981)





El texto me recuerda a 1984 de Orwell. Milosz tiene en mente el totalitarismo de la URSS, no sin razón, que en muchas direcciones ya venía reflejando lo que 1984 expone. Sin embargo el pensamiento se podría aplicar en mayor o menor medida a muchos procesos históricos. Antiguamente el azar venía bien a las castas para justificar, vía mágica y religiosa, su proteccionismo e influencia. A medida que el hombre realiza conquistas materiales y productivas el azar es cuestionado. Probablemente, siempre existirá el azar, ese margen inmenso de situaciones que ya se dan en el universo y tienen su reflejo en las sociedades. Tal vez la cuestión sea cómo armonizar el azar y lo previsible. Lo previsible, con sistemas y modelos económico y de relación social como los que están en vigor, nunca podrá ejecutarse en toda su dimensión. Como tampoco el azar será algo puro, sino el mismo elemento de justificación tradicional que permite improvisar para sus intereses a viejas y nuevas castas, viejos profetas y nuevos aprendices de brujo.

¿Es un delito o solo una audacia que los humanos pretendan ser dueños de su destino? Si esta idea, probablemente utópica, se extraviara de la mente de los hombres, sobre todo de los más hundidos, ¿qué nos quedaría para no permanecer apartados y repetir la servidumbre que en el pasado tuvimos? No podría negar que la Historia, más allá del complejo acontecer físico e ineludible, puede constituirse en ídolo, y como tal ser adorado. Un ídolo que es una ideología, reconocido a medida del control y la propiedad que exigen los nuevos sacerdotes. Pero, acaso en estos tiempos de neoliberalismo feroz, ¿no encarna el mercado una versión de la Historia con toda su crueldad? ¿No está convirtiéndose en un pulpo que exige el control de la política, el amañamiento de las leyes y el desprecio de la moral? En definitiva la configuración  en un modelo de ser humano absolutamente en consonancia con los eternos principios de la compraventa y el acatamiento sin rechistar. El pensamiento de Milosz, circunscrito en su día a la experiencia de la opresión totalitaria rusa, puede seguir abierto para los tiempos que nos tocan vivir.



sábado, 17 de marzo de 2012

Chantal Maillard nos habla del dolor




“Imposible soslayarlo. El dolor es nuestra condición. En él todos podemos reconocernos.

Y, sin embargo, es lo más absolutamente individual. Nadie se duele por otro.

Ésa es la paradoja. Nada hay más común que el grito de dolor de una carne herida; nada hay más intransferible.

¿Hace falta algún poema para decirlo? No. El grito es el lenguaje más universal. Pero tal vez haga falta para recordarlo en tiempos de sosiego. Tal vez haga falta que los sosegados lo recuerden para que los que sufren se sientan amparados. Amparados por la común condición de lo viviente.

¿Y por qué no decir el gozo, en vez del dolor? Cierto, ¿por qué no?

Tal vez porque el que goza no necesita del apoyo de otros; gozando uno se siente entero, se siente pleno y exulta, porque en el gozo no se está solo, en el gozo hemos pactado un acuerdo (transitorio) con el mundo. El dolor, en cambio, contrae.

El cobijo lo necesita el que sufre. Y no es que consuele el sufrimiento de muchos, pero sí sentirse amparados, comprendidos, com-padecidos. Es éste el trabajo de la com-pasión.

No hay poema que no se abra como una herida, escribe Derrida…”


(En la traza-Pequeña zoología poemática, de Chantal Maillard, edición del CCCB)





La condición solitaria del dolor. Acostumbrados como estamos a la normalidad de que no nos pase nada, es como si todos quisieran compartir con nosotros el gozo, el placer, la satisfacción, ese ir bien las cosas. Pero el dolor, por el contrario, suscita rechazo. No se propone el dolor como compartible. Salvo en ese grado de morbosidad aberrante que las situaciones de violencia colectiva generan: puesto que me haces sufrir, te hago sufrir (una guerra) El dolor lo queremos lejos de nosotros. Por espanto reflejo (puede pasarte a ti, oyes que te dice tu otro Yo) Por apartamiento de la incomodidad (no resulta grato sufrir las consecuencias de la proximidad del que está malherido o enfermo) Por la confusión y la impotencia que genera (qué puedo hacer para llegar al que es tocado por el dolor) Por lo que conlleva de prejuicio antiguo (es un tabú, no obstante la normalización que cierto dolor va adquiriendo en la sociedad actual) Se abandona al individuo a su propio dolor, sea cual sea la calidad y característica de éste. Y el individuo se enroca en su propio padecimiento. A mí, que estoy bien, no me llega el dolor, piensa cada afortunado. Y como mucho se gestionan las posibilidades de que el que padece pueda sobreponerse al dolor. No, no todo es tan oscuro como lo pinto. No estoy tan seguro como Chantal de que ser compadecido ayude o salve. Y sin embargo, en el dolor necesitamos sentir que nos tienden manos: manos que con una caricia se aplique otra medicina diferente, que con una mirada se nos entregue un cierto grado de energía del que carecemos, que con una presencia haya acogimiento, que con una sonrisa percibamos una esperanza. Hay poemas que también se cierran como heridas. Como las vidas. 




sábado, 10 de marzo de 2012

Símbolos del Tarot



“El hombre debe regresar hasta sus orígenes personales y raciales, y aprender de nuevo las verdades de la imaginación. Y en este trabajo le van a ayudar dos extraños maestros: el niño, quien ha entrado a medias en el mundo racional del espacio y del tiempo, y el loco, que ha escapado a medias de él. Pues solo estos dos seres están liberados, de algún modo, de la presión del remordimiento del acontecer diario y del incesante impacto de los sentidos externos que atormentan al resto de la humanidad. Estos dos tipos originales viajan ligeros, van lejos en sus solitarios viajes trayéndonos a veces una ramita brillante del Bosque de Oro por el que se han paseado.”


(Alan McGlashan, The Savage and Beautiful Country)


(Imagen del Loco, por Ciclomono)


En este mundo de interpretaciones simbólicas hay que tener sumo cuidado en no construir ni deducir ideología de él. Por esa razón me resisto a entender a qué se refiere el autor con volver al origen racial, cuando ya sabemos que nuestros orígenes son anteriores a las razas (y al concepto de las mismas) Particularmente, pienso sobre todo –si es que la idea del retorno a un origen impreciso sigue en vigor-  en el retorno al origen que debemos reconocer como vinculante por excelencia: la naturaleza, lo natural, en términos genéricos, la evolución constante de la materia, interpretación que parece que nos cuesta tanto captar. ¿Lo tenían más claro los habitantes del Paleolítico no obstante lo inmenso del mundo que se les imponía? Con tanta trayectoria ideológica, los humanos hemos perdido conciencia de nuestros orígenes, se nos dijo que estamos instalados en nuestro ombligo y que todo gira alrededor. Afortunadamente, el conocimiento punta en tantos campos objeto de investigación nos va aportando datos que nos permitirán rescatar orígenes y estados latentes que se van haciendo, cuyos nombres no serán lo más interesante sino los lazos entre especies y mundos y su comprensión. Pero del párrafo de McGlashan lo que me interesa es esa referencia a dos personajes simbólicos que de una manera u otra nos acompañan en nuestro Yo más íntimo desde que nacemos hasta el final de nuestros días. El niño, que aún nos recuerda los tiempos de la inocencia, que son los de la ausencia de responsabilidades y de compromisos, actúa reclamando de nosotros el rescate de la imaginación y de las ilusiones perdidas. El loco, ese doble y contradictorio ente del Yo, ese transgresor apetecible al que no siempre nos es dado reprimir afortunadamente, se hace presente en tantas en cuantas ocasiones estamos a borde del desastre, precisamente para quitar dramatismo a las circunstancias y proponernos un cierto caos con que apartarnos del peligro. Niño y loco se nos sortean de manera recurrente.





viernes, 24 de febrero de 2012

Sebastian Brant habla de la ingratitud



"Un necio es quien mucho anhela y no se comporta honorablemente, y causa muchas preocupaciones y fatigas a aquel al que poco quiere agradecer. Quien quiera obtener beneficio de una cosa, piense convenientemente en su espíritu que ha de contar con los costos, si es que desea vencer con honor. Muy raramente queda en su estado un caballo cansado al que se le sigue montando; un caballo dócil se torna testarudo cuando se le retiene la comida. Quien osa exigir muchas cosas al otro, sin recompensarlo, es, ciertamente, un necio. Quien no puede dar por bueno lo que se le hace por una recompensa adecuada, no debe quejarse cuando se le rechace un trabajo; hay que darle un palmetazo. Todo el que quiera disfrutar de algo, mire también de recompensarlo. La ingratitud recibe mal premio, deja la fuente sin agua. La cisterna vieja no da agua si no se vierte agua en ella. El quicio de la puerta muy pronto chirría, si no se le unta de aceite. No es digno de grandes obsequios quien no se acuerda de los pequeños; con justicia le son negadas todas las dádivas a quien no da las gracias por las pequeñas; se llama, en verdad, Sinrazón y Grosería. Todos los sabios han odiado siempre al que han conocido como ingrato."


(Sebastian Brant. La nave de los necios. Edición de Akal, 1998)





Este capítulo de La nave de los necios se titula De la ingratitud. No es precisamente un tema baladí, pues aun siendo la ingratitud tan antigua como el mundo no parece tener cura. Existe la ingratitud con los que nos dieron la vida, con quienes nos cuidaron, con aquellos que, mejor o peor, nos enseñaron mínimos para no ser unos ignorantes mientras crecimos, con cuantos tuvimos camaradería y en un momento dado nos apartamos sin explicaciones, con quienes amamos y luego desamamos, con aquellos conocimientos que más tarde desdeñamos, con la historia de nuestro país, sobre la cual sabemos tan poco y queremos saber menos para nuestra desgracia. Existe la ingratitud como forma de dejadez, como abandono, como ignorancia y como alejamiento. Todo ello converge en una actitud que nos conduce a una retrocesión y que es más bien una pérdida. Cuántas veces la ingratitud nos sitúa ante el vacío y la soledad. No reconocer lo positivo de quienes nos concedieron dones se convierte incluso en infamia. Puesto que hoy todo se mide por pragmatismos, también hay que decir que volver a recomenzar, tras haber echado por la borda tantas aportaciones, no solo implica un esfuerzo soberano sino una aberración y un riesgo. Solo señalo el defecto, no me siento validado para recomendar actitudes superadoras. A veces los hombres tienen que reaprenderlo todo.






(El primer grabado corresponde a Alberto Durero. El segundo grabado es obra del llamado Gnad-her-Meister, Tercer Maestro, de la edición de Juan Bergmann von Olpe, de 1494. El retrato de Sebastian Brant es obra también de Alberto Durero)


miércoles, 15 de febrero de 2012

Otro adagia de Wallace Stevens



“La religión depende de la fe. Pero la estética es independiente de la fe. Las posiciones relativas de ambas podrían intercambiarse. Es posible establecer la estética en la mente individual como algo inconmensurablemente más grande que la religión. Su estado actual es resultado de la dificultad de establecerla en otro sitio que la mente individual.”


(De Adagia, de Wallace Stevens, Ediciones Penísula/Edicions 62, colección Poética)




Me preocuparía que la estética estuviera sujeta a la fe. No sé si alguna vez lo estuvo. Otra cosa es que los partidarios de la fe proporcionaran un guión al artista y ajustaran sus contratos oportunos. Y sin embargo, la estética ganó siempre la partida a la fe religiosa, si bien concediendo a ésta su manera expresiva genética, digamos, y particular. Pero si lo que quiere decir Wallace Stevens es que la supremacía estética debería ser considerada por encima de la creencia religiosa y regir la mente de los hombres pienso que va en la dirección correcta. La obra estética ha desbancado siempre a los principios dogmáticos cuando se ha contemplado. Los adeptos a la religión han advertido la obra percibiendo su belleza y su propio programa por encima del guión que se desarrolla paralelamente y que protagoniza escenas hagiográficas o de apostolado. Aunque las Iglesias alardeen de que el arte es catequesis hay que reconocer que el arte se impuso no solo a la tarea difusora de la organización sino a las mismas ideas clericales. La estética ha mostrado en todo tiempo, de modo arrasador, su particular cielo. Siempre me he preguntado si de hecho no ha sido el lenguaje estético el que ha estado actualizando de manera permanente las premisas doctrinales y las narraciones impulsadas por la religión (tema aparte sería la posesión de poder y la imposición que las Iglesias han desarrollado impunemente sobre las conciencas de los hombres) Se ha constituido acaso en el verdadero garante de la transmisión y persistencia de todo el montaje de ficción religiosa, papel que no ha jugado tanto la divulgación de la doctrina en sí. Y sobre todo ha favorecido el acceso y la acogida de ésta. Justo donde la fe no llega jamás, llega la estética. Eso explica que a los que no observan religión ni doctrina alguna les pueda seducir la obra de arte concentrada en las iglesias o sobre tema religioso o recogida en los museos. Porque donde la religión fracasa en su pretendida llamada ética, ya que lo que defiende no es sino ideología para controlar la sociedad y en esa tarea se traiciona a sí misma, la estética se manifiesta con vocación vinculante y luminosa. La estética y la moral van de la mano. Hace siglos que la estética navegó por océanos donde la fe naufragaba, abriendo nuevas perspectivas. Paralelamente, la ciencia, que tiene mucho de estética, también lo hacía. Si la política y la sociedad fueran algún día capaz de escucharlas, la dimensión del género humano cambiaría sustancialmente en el orden de su conducta. Mientras el proceso avanza, la mente individual resulta un lugar libre y acogedor para seguir garantizando la pervivencia honesta e imaginativa del concepto estético.  


martes, 7 de febrero de 2012

Aún aprendo, que decía Goya

(Aún aprendo, dibujo de Goya de sus últimos años)


“Hay algo extraño en los logros de la edad avanzada en algunos hombres de genio. Cuando llegan a una edad en la cual otros se atrincheran de un contacto con el mundo que llama seductoramente y viven en conformidad con el gradual debilitamiento de los órganos de los sentidos y de la memoria, algunos genios irrumpen violentamente con creaciones que en ocasiones sobrepasan todo lo que entonces han creado, como si la vecindad de la muerte les liberase de una inhibición y entonces pudiesen decir y expresar algo que han llevado en ellos durante toda su vida…estas obras de liberación final son por ejemplo los últimos cuartetos de Beethoven, las últimas pinturas de Tiziano, los últimos autorretratos de Rembrandt, la segunda parte del Fausto de Goethe y los Años de peregrinación de Wilhem Meister y probablemente también el último libro de Freud sobre Moisés. Estas liberaciones finales son estupendas por el horizonte y la amplitud de sus síntesis.”


(Kurt R. Eissler, de la introducción a su estudio sobre los dibujos de El Diluvio, de Leonardo da Vinci)




(Imagen de Peter Birkhauser)


Tal vez sea una interpretación excesivamente psicoanalítica, y hoy se valoraría el fenómeno a la luz de otras ciencias. Pero la meditación no creo que deba quedar únicamente para el papel de los grandes genios en su edad avanzada. Sino que podría ser aplicable a todos aquellos individuos que, sin haber alcanzado el estrellato, han estado ejercitando sin vacilar un trabajo creativo continuo. Y eso lleva a reflexionar sobre el don de la actividad de creación. Una actividad que está siempre en pugna, que no se limita a la monotonía, que necesita el acicate de ir siempre un poco más allá. Es decir que la misma insatisfacción, vinculada a la conciencia de que ejercitar proporciona resultados en la búsqueda, forma un equilibrio suficientemente razonable que rescata energía constantemente, en lugar de rendirse al cansancio que suele conllevar el desánimo. Por supuesto, la actividad, más o menos desarrollada, viene de atrás en la vida de un individuo.

Traemos un bagaje desde nuestros aprendizajes primarios. La acción creativa es siempre indagadora y prospectar sin rendición supone el acicate que va a generar un esfuerzo soportable. Lo que se indaga exige una forma de expresión. El que estudia necesita llegar a conclusiones y exponerlas. El escritor precisa evolucionar y hacer avanzar el juego de sus palabras. El que pinta se exige explorar nuevos dominios de formas, de colores, de simbolismos.

Que grandes artistas  -Goya o Picasso o Casals son otros paradigmas de la edad provecta no vencida y sí enormemente generadora-  nos hayan aportado obras de talla en sus últimos años no deja de ser sino un modelo que al común de los mortales nos debe tentar. No sé si es la proximidad del fin lo que agita el interior de un artista. Tal vez sea el alto nivel de exigencia y la obsesión de pensar en su fuero interno que pueden llegar a más. Esto es noble, y solo cada cual sabe el reto que se plantea y mide la capacidad para ejecutarlo. Final de cuento moral: jamás deberíamos resignarnos por las buenas no solo a dejar de vivir, sino sobre todo a no cesar de expresar la única vida que poseemos. Y ésta suele ser compleja, desafiante, rica y, en tantos casos, propia de demiurgos.  

lunes, 30 de enero de 2012

Cuando Viktor Shklovski lo veía venir


“ En las descripciones de H.G.Wells, se ve claramente que las cosas gobiernan al hombre, y no al revés.
   Los objetos transforman al hombre; especialmente las máquinas.
   Hoy en día, el hombre solo sabe ponerlas en marcha, y después siguen funcionando solas. Se mueven, avanzan y aplastan al hombre. En el campo de la ciencia, la situación es aún más seria.
   La certidumbre intelectual y la certidumbre de la naturaleza se han disipado.
   Una vez hubo conceptos tales como arriba y abajo, el tiempo, la materia.
   Ahora no hay nada. En el mundo de hoy, solo impera el método.
   El ser humano inventó el método.
   El método.
   El método se fue de casa, a vivir por su cuenta.
   Hemos descubierto el manjar de los dioses, pero no nos lo comemos.
   Las cosas, y entre ellas, las más complicadas del todo, que son las ciencias, andan sueltas y desatadas por el  mundo.
   ¿Cómo conseguiremos que trabajen para nosotros?
   ¿Seguro que es necesario?
   Quizá sería mejor que construyéramos cosas inútiles e inmensas, pero siempre nuevas.”


(De Zoo o cartas de No amor, de Viktor Shklovski. Edición de Ático de los Libros)






Es un escrito de 1923 que ya anticipaba las angustias por los cambios tecnológicos y el precio humano que habría que pagar. En realidad se trata de un texto más, pues ya cundieron unos cuantos en la primera parte del siglo XX que hacían hincapié en la misma línea. Incluso Thomas Mann escribió veinte años más tarde su Doktor Faustus, incidiendo más literariamente en el tema. Quien lea un discurso como el de Shklovski de modo puramente literal puede pensar a estas alturas que es exagerado. Y sin embargo, cuanto más lo leo al pie de la letra menos necesidad tengo de pensar en metáforas o en lenguaje irónico. Me pregunto: ¿están siendo las cosas tal cual las expone el escritor ruso? Hay una parte de la crisis actual de las economías occidentales que reside en la rapiña financiera, en el desastre y caos de las teorías económicas y en la desorganización de los mercados. Amén de una actividad productivista que ha emprendido probablemente una carrera de callejón sin salida. Pero tengo la impresión de que el cambio tecnológico inagotable, la velocidad a que se desarrollan los descubrimientos técnicos y científicos, su aplicación en aras de la reducción de costos, la sustitución cada vez más frecuente de la maquinaria y su incidencia en los procesos productivos, apartando al ser humano, relegando la mano de obra, está siendo tan decisiva en la crisis social como lo fue a finales del siglo XVIII, cuando el surgimiento del maquinismo. Probablemente, el fenómeno ha sido constante, nunca se ha detenido. Entonces, cuando contemplas por un lado los altos índices de paro, sus secuelas sociales y políticas de dimensión imprevisible, los cierres de factorías, la reconcentración de estas, no dejas de pensar en que el triunfo de la máquina despoja a millones de humanos de sus posibilidades de trabajo. La pregunta del formalista ruso: ¿Cómo conseguiremos que trabajen para nosotros? Me resulta en este contexto clarividente y acertada.




miércoles, 11 de enero de 2012

Interpretar el cambio, propuesta de Günther Anders



No basta con transformar el mundo. Eso lo hacemos sin más.
Eso sucede ampliamente incluso sin nuestro concurso.
También tenemos que interpretar esa transformación.
Y precisamente para transformarla.
Para que el mundo no siga cambiando sin nosotros.
Y no se transforme al final en un mundo sin nosotros.


(Günther Anders, La obsolescencia del hombre. Editorial Pre-Textos)






Esta breve autocita que Anders coloca en su libro La obsolescencia del hombre  –un extenso, radical e incisivo tratado de antropología filosófica-  está cargada de exigencia. Tal vez, y viendo además la dimensión y proyección de su obra, es una sentencia. Es como si dijera: el hombre, a través de su realización en las sociedades más avanzadas y paradigmáticas que han existido, ha tocado fondo. Hay una materialización de la creación humana de tal magnitud y complejidad que ha adquirido carta de naturaleza por sí misma. Pero que no se piensa a sí misma y, al no hacerlo, sus leyes pueden seguir funcionando por inercia sin considerar respuestas a la existencia y a los desafíos con que se encuentra ya el individuo. La obra acumulada por la especie humana a través de sus realizaciones tecnológicas ¿va a engullir al hombre? Esta podría ser una de esas preguntas centrales que muchos damos vueltas. Y al engullirle, ¿le va a privar de su identidad y de los valores que  -más allá de ideologías-  el individuo asume en su esencia desde el principio de los tiempos como un objetivo irrenunciable? El individuo y la colectividad deben encarar una tarea de envergadura en que toda esta inmensa transformación, que parece incontrolable e infinita, vaya en la dirección en que el hombre no se sienta arrojado a las tinieblas o a la propia anulación. La materialización técnica de la humanidad parece que tiene un curso propio que no acabamos de comprender. No interpretamos ese ingente esfuerzo y esa enorme transformación, de tal modo que no sabemos si nuestra propia creación se nos escapa y actúa ya contra nosotros mismos.