“El tiempo: una persiana que se cierra como una guillotina impidiendo ver, impidiendo tomarle el pulso a las cosas. Nuestro tiempo es un no-tiempo que obliga a sobrepasar el ritmo, todos los ritmos, logrando vencer la gravedad de los cuerpos y su armonía. Hubo un tiempo en que vivir era mirar, despacio y en silencio.”
(De Filosofía en los días críticos. Diarios 1996-1998, por Chantal Maillard. Edición de Pre-Textos, 2001)
¿Conocimos alguna vez ese tiempo? Asalto de un ligero recuerdo, en algún hueco de la infancia, de otro ciclo, de otro lugar. Tenderse en el parqué de madera de un piso de alquiler, ventanas y balcones abiertos de par en par, tratando de que un aire circulante aligerara el ambiente cálido y detenido. La observación al alcance de la mirada inexperta. La inexperiencia como garante de la calma. La calma como sospecha de lo imaginado. Tiempo para la ficción. Para el abandono y el ensueño. Una elipse cuyo vector se desplazaba inadvertidamente. Aquella lentitud no lo era para todos, pero tenía una presencia compartida. Veíamos más. Algo diferente fue entrando en las vidas a medida que crecíamos unos, que envejecían otros. Extrañas coordinadas fueron infiltrando nuestros pequeños espacios, presionando sobre nuestras mentes, obligando a una competencia donde el tiempo innato se iba perdiendo, y la plenitud se vaciaba. Nada que ver el transcurso de los días que llegaron con el concepto antiguo. Empezamos a mirar de otra manera, a escuchar a la carrera y desconcentrados, a actuar llevados por la inercia de que cada jornada pudiera ser la última. Engaño de comernos el mundo. Empequeñecimiento. Nada hay de tiempo en esta actitud de vida, sino más bien de desgaste y acabamiento. El tiempo era una manifestación con sentido, y lo captábamos. Nos poseía y nos entregábamos dulcemente. Lo que llegó: una frágil vorágine donde la plenitud es obsesión inalcanzable. Hasta desproveernos.